Moncho Alpuente
Rock de Lux nº 87, febrero de 1987, p. 62
Cuando Zappa llegó por primera vez a la península Ibérica, yo estaba esperándole en el aeropuerto, acompañado por un grupo de entusiastas colaboradores y por un rezongante cámara de Televisión Española que no tardaría en quedar alucinado ante la imponente catadura del artista.
Me olvidé de apuntar la fecha, pero debió ser un día situado en la primera mitad de los años setenta; yo dirigía un extraño programa que respondía al imaginativo rótulo de «Mundo Pop», de azarosa existencia y escaso presupuesto.
Barcelona había sido la ciudad privilegiada en este primer advenimiento y en el aeropuerto de El Prat, agradecido por la hospitalidad de las cámaras, el héroe nos ofreció una actuación gratuita, besando con fines electorales a una sorprendida niña con gafas, que hubo de ser rescatada por sus padres, y firmando autógrafos a gentes que no habían hecho nada para merecerlos. Para finalizar su representación, Zappa se obstinó en viajar en el maletero del automóvil que le esperaba.
Una hora después, en un céntrico hotel situado en las Ramblas, yo intentaba hacerle comprender a un sonriente músico negro que podríamos tener ciertos problemas si insistía en encender en la sobremesa el gigantesco joint que estaba confeccionando con rapidez y pericia. Me temo que no debí explicarme bien, porque recibí de sus manos el honor de portar la antorcha humeante en las narices del estirado maître.
Flotando en una nube, recibí la noticia de que Frank, en persona, no sólo estaba de acuerdo en que filmáramos parte del concierto gratuitamente, sino que además pensaba dedicarnos públicamente un tema de nueve minutos de duración.
El el maldito epílogo del encuentro y debido a la precariedad de nuestros medios técnicos, captamos el mensaje de Zappa y el sonido del concierto con un rudimentario micrófono de mano, con una sensibilidad muy acusada para captar los ruidos de ambiente. Con lágrimas cortamos en la moviola aquellas imágenes para ahorrarnos el bochorno de aquél sonido infame.
Diez años después recordaba el evento haciendo cola en la ciudad deportiva del Real Madrid, entre cargas de la policía y descargas de latas de cervezas. En esta ocasión, Zappa estuvo más sobrio y más pausado, incluso llegó a sentarse en el escenario como un espectador más, encantado con las evoluciones de su orquesta. Menos vital, menos audaz, pero extraordinariamente brillante, más formal, pero con su inconfundible guiño sarcástico, más músico y menos héroe.
El, que había dicho, desconfía de los que tienen más de treinta años, tenía más de cuarenta y seguía siendo una persona en la que se podía confiar, aunque sólo fuera a medias. Cierto día, cuando el irreverente icono que le representaba entronizado en el W.C. con mirada inquisitiva, se había hecho más popular que su música, Zappa engañó sin motivo aparente a un joven y agresivo disc-jockey español que se había desplazado a los Estados Unidos para entrevistarle. El disc-jockey se llamaba José María Iñigo y a Frank no debió gustarle su bigote, porque le endosó unas atrevidas declaraciones en las que afirmaba que el rock era un camelo y en las que se describía como un timador sin escrúpulos que fingía hacer música pero que, como decía el título de uno de sus primeros elepés, estaba allí sólo por la pasta. Iñigo tragaría el anzuelo para convertirlo en escándalo exclusiva, como tantos otros periodistas que siguen teniendo problemas para averiguar cuando el genio habla en serio y cuando les toma el pelo. Zappa fue un hito en la alopecia de Iñigo y un mito en los comienzos de mi... carrera artística (sic).
A finales de los sesenta, por ejemplo en 1969, cuatro desalmados, carentes de las más imprescindibles nociones musicales, con un equipamiento vergonzante y con un atrevimiento digno de mejor causa formamos el grupo satírico-musical Las Madres del Cordero, bajo la advocación de The Mothers Of Invention, para hacer algo más entretenidas aquellas didácticas veladas en las que un grupo de esforzados cantores con barba sermoneaban por Hernández o Machado, parodiaban a Yupanqui o le hacían la competencia a Raimon.
Algunos amigos, con teóricos conocimientos de inglés, cayeron fulminados intentando traducir los demoledores parlamentos zappianos. Poseíamos el espíritu del maestro, que presidía nuestras reuniones desde su cómodo asiento, dándonos a entender lo que probablemente le sugerían las rudimentarias melodías que entonaban nuestras parcas guitarras y nuestras inocentes voces.
Dos cosas tuvimos en común, un cachorro negro, de pedigrí indescifrable que atendía por Zappa, recibido con gratificación por nuestra actividad «artística» en un pueblo de Guadalajara y una cierta vocación subterránea forzada por las circunstancias.
Todavía pienso que si Zappa, quizá revestido con el turbante del Sheik Yerbouti, volviera a ocupar su doméstico trono, lo dejaría todo para seguirle. Estoy seguro de que no llegaríamos a ninguna parte y eso haría el viaje más interesante.
Gracias a Javier Marcote por el artículo
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