por Frank Zappa
Rock Comix nº 1, 1976
En 1956 el desodorante todavía era en barra y el disco que más se escuchaba en la radio era un Elvis que se llamaba "Hound Dog". Yo tenía dieciséis años y ya me había acostado con algunas chicas, por lo que consideraba a mis compañeros de colegio como a flipados que pasaban todavía el tiempo jugando al escondite con sus amigas y coleccionando cromos de "The Far West's Conquest".
Mi padre había sido trasladado desde la capital del estado a una escuela superior de Pomona y tuvimos que ir a vivir a un sitio tan aburrido y triste como Ontario, una ciudad sin diversiones como casi todas las del cinturón suburbano de Los Angeles. Ontario tenía una mayoría de habitantes que eran jubilados del Estado, retirados de la industria cinematográfica y vendedores y empleados de clase media que diariamente tenían que ir a trabajar a L.A. Las casas en Ontario eran todas iguales y parecían hechas siguiendo un patrón copiado de una de esas revistas de decoración: construcciones simples, pintadas de blanco o colores pasteles, de una sola planta, con garaje de puertas automáticas, un espacioso hall interior de amplio ventanal acristalado y una superficie ajardinada que se extendía delante hasta la acera.
Al principio de llegar allí lo pasé muy mal porque estaba acostumbrado a las locas salidas en Sacramento, a la vida supermovida con los pachucos por el centro urbano; además en la capital, siempre encontraba oportunidades para no asistir al colegio, mientras que en Ontario la vida estudiantil era agobiante y veía uno a los profes y a sus pelotilleros en cada esquina de calle. Y siempre he sido esa rara avis que ha llamado la atención de todo el mundo, y más en el colegio donde todos me consideraban un "mal bicho". Tan mal me debían considerar y tan ansiosos parecían estar por desembarazarse de mí, que cuando acabé el bachillerato me dieron dos diplomas.
Todo esto que cuento coincidía también con mi "crisis generacional" y es seguro que aquel cambio de residencia me decidiera a tomar la decisión que me enfrentó a mi padre cuando me dijo que yo iniciaría estudios superiores en la Universidad y yo le dije que no porque por entonces ya estaba como suele decirse "loco por la música", cosa que mi padre era incapaz de comprender. En nuestra casa no hubo nunca ni radio ni tocadiscos y creo que la primera música que escuché fue la música árabe. Viviendo aún en Sacramento, al cumplir quince años, insistí tanto para que me regalaran una batería que mi padre no tuvo más remedio que comprármela, y por gusto, pero también para que viera que yo tomaba en serio mi afición , me enzarcé con la música clásica y estudié con ahínco. Aquellos estudios no tenían mucho que ver con la batería, pero llegué a componer algunas piezas y también hice una adaptación de la sinfonía nº 40 de Mozart y cosas de Stravinsky y de Holz. Pero el verdadero descubrimiento fue Edgard Varèse y al escuchar uno de sus discos comprendí lo que él quería decir al hablar du son organisé. Me enseñó muchas cosas, pero ante todo me dio ánimos suficientes para comprender que yo también podía, con toda modestia, hacer Música. Todavía conservo un recorte de una revista con unas palabras suyas: "No existe ninguna diferencia entre el sonido y el ruido, porque el ruido es un sonido que se está creando".
Los sábados, los domingos y algunas escapadas entre semana, nos llevaban a mí y a mis amigos por la autopista número 10 hasta San Bernardino, parándonos en los drive in a lo largo del camino para ligar chicas porque en los bailes era muy difícil encontrar una sin pareja o que no perteneciera a una pandilla local. Era increíble la cantidad de chicas que podía encontrarse uno en aquella autopista moviéndose de un pueblo a otro, en bicicletas, en coches, o en los autobuses de la línea Greyhound South. Todas trataban de esquivar la vigilancia moralista de sus respectivas ciudades yando a sitios donde nadie pudiera reconocerlas para poderse desmadrar y bailar rockanrol, igual que hacíamos nosotros. De todos los sitios suburbiales, el mejor para pasar una tarde con diversión a tope y con hamburguesas baratas, era el cruce de la Nacional 10 con la Estatal 66, en Upland.
Todos los Hell's Angels de San Bernardino, Morongo, Corona y los Cañones se reunían allí cuando bajaban de pasar el domingo en L.A. y tomaban unas cervezas antes de ir cada uno a su cubil. Su llegada coincidía siempre con nuestro momento de acción más culminante, cuando casi todos habíamos ligado ya, estábamos superexcitados por el rockanrol y cuando ya casi teníamos fuera del baile a una nena para llevarla a dar una vuelta por San Gabriel, dispuesta a adentrarse en la oscuridad del bosque, llegaban ellos armando un follón terrible, asustándonos con sus gritos salvajes y sus eructos de cerveza y haciendo volar los vasos y las botellas por encima de nosotros. Aquellos locos, para darnos pánico se metían con sus motos en el interior del baile, entre los que ocupaban la pista, y las lanzaban unas contra otras, como si fuera un duelo medieval. Entonces empezaban a oírse las sirenas de los patrulleros del sheriff del condado y todos teníamos que desaparecer corriendo, tirando de las chicas. Aquello era el final del baile y nos volvíamos a casa con las cabezas hinchadas de ruido, algún puñetazo y los pies rotos de tanto rockanrolear.
Las bandas de San Bernardino eran diferentes a las de cualquier otro pueblo de por allí y me recordaban a las de Sacramento. Por supuesto que no eran como las de Pomona, donde daba clases mi padre, porque allí, en Pomona, eran todos unos estudiantes pijos quehacían un rockanrol muy floreado, a base de armonías vocales y sin ninguna fuerza, mirando a sus palomitas mientras tocaban. Los de San Bernardino eran unos extremistas que hacían un ruido insoportable de escuchar si no se era joven y loco como nosotros que buscábamos divertirnos e inundarnos entre sudor y swing al ritmo de la batería y las guitarras eléctricas.
Aquellos muchachos sabían bien lo que se traían entre manos y sólo al verlos aparecer en escena, mascando chicle como si fuera lo único que les quedara por hacer en el mundo, limpiándose las manos húmedas en sus jeans grasientos cada vez que habían acabado una frase en sus guitarras, mirándonos a todos como si fuésemos el producto de la música que ellos estaban haciendo y diéndonos "que nos daban el doble de lo que necesitábamos por el puritito gusto de vernos retorcer como unos posesos esquizofrénicos". ¡Wow! lo cierto es que nos bombeaban fuerza en las venas con sus canciones.
Aquellos grupos tenían unos nombres que la mayoría de las veces correspondían al de la pandilla de matones a la que estaban adscritos o al barrio o pueblo de donde venían: The Big Jumpers & His Mashers, Bussy Dick & The Zorros, The Crescendos, The Rock Motoreros, Los Rialto's Kids, The Corona's Boors, Don Peres & His Rockeros, Los Charangos de Escondido. Casi todas las bandas hacían un rockanrol difícil de asimilar por alguien que no estuviera en el rollo, a medio camino entre el R&B y el rockanrol sureño estilo Buddy Holly. Afortunadamente, los de los grupos no se tomaban nada en serio a la hora de manejar sus instrumentos y se desataban de toda formalidad para hacer lo que les daba la gana. Y eso era lo que todos deseábamos. Entonces no se les llamaba grupos, como ahora, sino bandas. Estaban compuestas por mejicanos y negros que trataban de conseguir el peor sonido permisible tratando de que nunca sonara a jazz, aunque mezclaban de todo: blues urbanos con canciones de acento latino y corridos o mambos sabrosones con formas musicales blancas. Todas las bandas tocaban los mismos repertorios con arreglos muy semejantes y lo más parecidos posible a la versión original que se transmitían oralmente unos a otros porque muy pocos tenían tocadiscos. Lo divertido era que la mayoría de los componentes de estas bandas no habían escuchado nunca el disco que estaban versioneando, así que cada uno podía darle su propio sabor y sonar cada versión diferente. Para ello se pasaban horas y horas ensayando y repitiendo la misma pieza hasta adquirir la suficiente técnica instrumental y lograr armonías extrañísimas.
Pero lo más importante era reunirnos en los bailes o en los puestos de hamburguesas. Y lo más importante en el baile, como en cualquier reunión mundana, era hacerse notar. Para lograrlo existían tantos métodos como personas, pero el de más éxito consistía en saber tocar un intrumento o bailar bien el rockanrol, haciendo virguerías con la chica, volteándola por encima de la cabeza a un lado y a otro, pasándola por entre las piernas y poniendo la rodilla en tierra. ¡Sensacional! ¡Aquello eran chicas! Llevaban camisas o jerseys de nylon muy ajustados, con los pechitos en punta y la barbilla muy alzada y faldas de mucho vuelo que cuando el bailarín las hacía girar se abrían alrededor de sus muslos. y si tenías mucho rollo podías terminar en un drive-in para darte el lote o convencerla para ir al monte.
Si no eras un tío enrollante te quedaba la solución de vestir camisas vaqueras o pantalones bien ceñidos traídos de Texas por un shop-western. O llevar el pelo largo, abrillantado y cruzado por detrás al estilo pachuco. Aquello podía resultar peligroso y a lo peor te llevabas todas las tortas que se perdían por allí: por ser exageradamente guapo. El método más común para ligar consistía en ser un tío bruto, de esos que estaban suscritos a un curso de Cultura Dinámica por correspondencia, con espaldas del tamaño de un armario de luna. Había algunos que continuamente eran sorprendidos en los wateres haciendo ejercicios para desarrollar sus bíceps y adoptando posturitas para llamar la atención. Otro sistema, aunque más sacrificado, para hacerte notar, era el de invitar a bailar a una de las chicas que se sentaban al lado del escenario y como seguro que te decía que no "porque mi chico está allí vigilándome", no tenías sino que cogerla por la muñeca insistiendo mientras ella protestaba débilmente pero se levantaba prestándose al juego. Bailaba tratando de hacerse notar por los de su pandilla hasta que de repente a todo el mundo parecía darle gana de saber qué pasaba contigo y cuántas agallas tenías y te encontrabas encerrado dentro de un círculo que cada vez se estrechaba más. Notabas el aliento de los de la pandilla tan cerca que tus orejas se ponían de punta al ver cómo se relamían los labios mirándote con ojos brillantes, con los dedos en las trabillas de sus pantalones como en las películas de vaqueros. Entonces, si no tenías muchos amigos en aquellos parajes lo mejor era que la tierra te tragara, y si eso resultaba imposible... ¡Wow! entonces había que aparentar tranquilidad, no excitarlos y pedir disculpas cortésmente aguantando sus pesadas bromas y terminar pagando una ronda de cervezas para toda la pandilla y los músicos de la banda, porque si lo que buscabas era pelea habías dado a la puesta en marcha de una batalla campal enla que tú era la víctima Number One. La banda se tiraba de cabeza entre los peleones con los instrumentos por delante, estrellando guitarras, saxos y tambores sobre las cabezas, mientras las chicas gritaban como conejos con la sala a oscuras porque el dueño había cortado el fluido para frenar aquel pandemonium mientras llamaba a la policía. Así eran los bailes de la Highway 10 y los llamábamos Los Estragos de la Televisión.
La semana escolar transcurría tan aburridamente que aquellos días salvajes eran nuestra única diversión. Mientras tanto, Mamá América nos deleitaba con su sensacional espectáculo cotidiano salvando al mundo del Peligro Rojo. Todos estábamos hartos de héroes a lo John Wayne o Gary Cooper con los que nada teníamos en común. Todo era celuloide y farsa, y preferíamos encontrarnos en nuestro papel de perseguidos por la ley, la moral ynuestra propia desapasionada existencia, viendo cómo James Dean se jugaba estúpidamente la vida en la pantalla con un coche, o cómo Marlon Brando era golpeado hasta la saciedad, lo cual nos procuraba cierto placer masoquista y nos hacía sentir con suficientes argumentos a nuestro favor para rechazar la sociedad en que vivíamos. Porque nos desesperaba la idea de que lo único que nuestros padres deseaban de nosotros era vernos acabar los estudios y que empezáramos a ganar 200 ó 300 dólares mensuales en un almacén o una oficina, librándose así de nuestra presencia. Y no sucedía nada. Nada verdaderamente emocionante y grande mientras América se emborrachaba y se moría lentamente de aburrimiento.
Teníamos el sentimiento de perder tres o cuatro horas de las mejores de nuestra vida ante el televisor, con los ojos atrapados en su red de luz blancoazulada asistiendo a aventuras que nada tenían que ver con nosotros. No nos perdíamos ningún capítulo del telefirm "Route 66" con George Maharis, y nos gustaban sus botas de basket supergastadas por las piedras y el asfalto de las carreteras, y su mochila sobada por cientos de noches de estrellas, y su cantimplora con agua "por si se perdía en el desierto" como había dicho Jack Kerouac, el verdadero héroe e inventor de aquella filosofía que la TV estaba poniendo de moda adaptando su novela "On the Road". Nos daba la impresión de que la aventura de George Maharis podía durar muy poco tiempo. Nadie le había enseñado a vivir realmente bajo el sol o los vagones de ferrocarril, sin un techo de escayola y cortinas, nadie le había acostumbrado tampoco a buscarse la vida para no morir de hambre. En aquellas visiones catódicas notábamos que a América empezaba a darle miedo de que pudiéramos verla tal y como en realidad era, y nuestro héroe Maharis acababa siempre echando en falta sus hábitos de urbanita y su aventura se tornaba tan plástica y tan irreal como nuestra propia existencia, con el inconveniente de que tras de aquellas palizas mentales se encontraba uno verdaderamente perdido y sin ideales a los que recurrir si no eran los del rockanrol.
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